El Espíritu Santo actuando en cada miembro de la familia.
Cristo no ha querido acabar El mismo su misión en la Tierra, sino que
ha confiado al Espíritu Santo el cuidado de coronar la obra que El
había recibido del Padre. Después de Pentecostés, Cristo permanece
presente por el Espíritu Santo.
Pentecostés es día de fiesta, la fiesta de la continuación de la obra
de Cristo, la fiesta del Cuerpo Místico de Cristo, al cual todos
nosotros tenemos la suerte suprema de pertenecer, la fiesta que celebra
la doble, la inefable comunión: comunión con Cristo y comunión entre
nosotros.
El misterio del Espíritu Santo se derrama sobre los discípulos de
Cristo, que hace de ellos un solo organismo, el Cuerpo Místico de
Cristo, la Iglesia de Cristo, y que da a cada uno de ellos, a cada uno
de nosotros, un nuevo principio de vida, un principio sobrenatural: la
gracia.
En la Iglesia doméstica, cada miembro de la familia, como unidad
original, como individuo no reducido a un simple número, sino que
conserva su individualidad y personalidad propia, su plenitud humana y
sobrehumana, el Espíritu Santo actúa de manera especial.
Cada uno es, como dice San Pablo, “templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en él”.
“El templo de Dios es sagrado y ese templo sois vosotros”.
La abundancia de bienes celestiales que resultan de la presencia del
Espíritu Santo dentro de un núcleo familiar se manifiesta de muchas
maneras, sobre todo dando unidad y coherencia al grupo y una convivencia
a nivel humano y espiritual, que permite que cada quien crezca en
gracia y en sabiduría.
Cada uno lo tiene en parte y todos lo tienen entero, tan inagotable
es su generosidad. En todos, el Espíritu Santo estimula la búsqueda del
sentido de la vida, la persecución obstinada de lo bello, del bien por
encima del mal; se le reconoce a través de la esperanza de la vida que
brota más fuerte que la muerte, y a través de esa agua manante que
murmura ya en nosotros: “Camina hacia tu santidad”.
Los siete dones que provee el Espíritu Paráclito, cuando se piden con
intensidad y con intención de obtenerlos realmente, ayudan a la familia
a llevar a cabo de mejor manera su función, encaminada a lograr su
misión. El padre y la madre, con los dones de la Sabiduría, del
Entendimiento y de la Ciencia, no como conocimiento de las cosas
creadas, sino como una iluminación del espíritu en lo tocante a las
virtudes y gracias divinas, son una luz sobrenatural con la cual su alma
conoce los secretos espirituales.
El don de Consejo, indispensable en la relación padres e hijos, el
Espíritu Santo lo otorga, primero aconsejando a los padres con santas
inspiraciones, favores y llamamientos y a partir de esta infusión, ellos
mismos instruyen a quienes dependen de ellos. Los santifica para que
santifiquen después a sus hijos, con el divino germen que hace producir
frutos espirituales de sólidas virtudes.. El alma que no está aconsejada
por el Espíritu Santo, no puede aconsejar recta y santamente.
El don de la fortaleza, presta auxilio al alma que lucha, que se
sacrifica, que perdona. Qué mejor ejemplo de esta actitud que los
propios padres, en cuanto a sus hijos se refiere. El don de la Fortaleza
viene a dar la mano al amor activo y a recorrer en su compañía el campo
espinoso de la vida espiritual. Con la sonrisa en los labios y la dicha
en el alma, los padres ven coronar el éxito de sus logros y la
constancia en su lucha de todos los días, sobre todo en la preocupación
por mantener la unidad, la armonía y la santidad en su propia familia.
En cuanto al don de la Piedad, ¿qué hijos no motivan en sus padres
los dos amores que conlleva consigo este don? El amor de Dios y el del
prójimo; por ambos amores el padre y la madre se sacrifican. No son sólo
las prácticas exteriores, sino se funda en el sacrificio y en la Cruz
de Cristo. El alma verdaderamente piadosa se oculta en la oscuridad de
las virtudes para no resaltar a propósito. El alma piadosa ama con amor
activo y obtiene para sus dos amores frutos de santidad.
El don de temor a Dios, los padres lo piden al Espíritu Santo para
sus hijos, no como un miedo a la Justicia Divina (esto sería temor a
Dios), sino como temor a la ofensa que puedan hacerle a El (esto es
temor de Dios). Es temer el pecado en cuanto que ofende a Dios y hace al
hombre indigno de recibirle en la Santa Eucaristía.
Si la vida íntima de todas las familias se impregna de los dones y de
los frutos del Espíritu Santo, si los padres junto con los hijos,
invocan en todo momento de alegría o dificultades, de alboroto o de
obstáculos, al Paráclito del Señor, Este llenará los corazones de sus
fieles y encenderá la llama de su Amor. Enviará su Espíritu Creador y se
renovará la faz de la tierra.
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